Gálatas 5:17
En el libro octavo de sus Confesiones, San Agustín nos narra cuán difícil fue librarse de los apetitos carnales, sobre todo del deseo del coito, habiendo ya dejado atrás el ansia de gloria y riquezas.
Es esta una lucha intensa, e incluso “hay eunucos que se han mutilado a sí mismos por la gloria de los cielos”; pero dice San Agustín que el gozo del triunfo es mayor en proporción al peligro de la batalla.
La lucha entre la carne y el espíritu simboliza la batalla entre el bien y el mal. En el Enchiridion nos explica que lo que llamamos vicios en el alma no son sino privaciones del bien natural; en cuanto el hombre es una criatura de Dios la maldad es su defecto, el bien se encuentra en la obediencia a Dios mientras lo contrario sólo puede llevarnos a la miseria. El vicio, la maldad, es la corrupción de una naturaleza que fue creada buena, por Dios que es el bien supremo. El mal no existe en la naturaleza, y no se debe culpar a Dios por las fallas de sus criaturas. Aún el vicio que el hábito ha convertido en una segunda naturaleza tuvo su origen en la voluntad, ya que poseemos la capacidad mental de distinguir, a la luz del entendimiento, lo que es recto y lo que no[1] ; de esta voluntad perversa nace el apetito y al obedecerlo surge la costumbre.
En San Agustín luchan las dos voluntades, la carnal y la espiritual:
Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien…
Romanos 7:18
La victoria del Espíritu se revela en la imagen del monje Antonio, el abandono total de lo mundano para seguir a Dios:
Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.
Lucas 14:33
San Agustín se pregunta porqué el cuerpo se apresta a obedecer los mandatos del alma, mientras el alma misma no obedece lo que le dicta su propia naturaleza, esto es lo que llama enfermedad del alma, trasladando la lucha entre el bien y el mal a la propia mente; todo a causa del pecado que habita en nosotros por ser hijos de Adán.
El deseo de agradar a la parte superior (la eternidad, la verdad) y el deseo del bien temporal (inferior, la costumbre) tiran del alma en direcciones opuestas y la desgarran de dolor.
Al final, San Agustín opta por la castidad y la continencia, que no es estéril sino “madre de hijos nacidos de los gozos del Señor”[2], se ensordece ante el clamor de sus inmundos miembros terrestres para no escucharlos hablar de deleites contra la ley del Señor. Su conversión es el abandono de las apetencias y esperanzas de este mundo, de los deseos de la carne:
Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz.
Romanos 8:6
[1]Cfr. La ciudad de Dios, Libro XII.
[2] Confesiones, Libro octavo, XI, 27.
MARIA MONTSERRAT RIOS
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