martes, 8 de diciembre de 2009

La ética en Agustín de Hipona y la invensión de la interioridad (II)

VII


“Todas estas cosas son dones de mi Dios. Yo no me he dado a mí mismo estas cosas; y son cosas buenas, y todas estas cosas soy yo.”[1]

A pesar del empeño propio, el hombre no puede resolver `por sí mismo el caos que lo constituye, y tampoco puede evitar el dolor y sufrimiento que le causa existir.
Y aunque el saber le provee cierta seguridad, cada hombre se vuelve víctima de su deseo que refleja una contradicción encerrada en la naturaleza de su ser: sus deseos sólo se ven satisfechos por aquello que es infinito, mientras él mismo es finito, causando infelicidad y dolor a la existencia, el hombre se vuelve problema para así mismo en estos términos absolutos, y lo único que puede satisfacer esta deseo ambicioso por llenarse por aquello infinito es Dios.

“Yo me había vuelto un grave problema para mí mismo”[2]

El conocimiento de Dios como parte esencial de nuestro ser, es significación para la consiguiente consagración de la voluntad para alcanzar la plenitud[3]. El paso de la interioridad converge en la conversión de la actitud personal, ya no es el hombre quien impone su voluntad, sino Dios quien trasmite su voluntad a los hombres por medio de las acciones que estos tomen una vez entregado a él. La relación Dios-hombre debe poseer la cualidad de implicación, una afiliación recíproca.

“No existiría, pues, Dios mío, no existiría en absoluto, si Vos no estuvieras en mí. O más bien no existiría si no existiera en Vos.”[4]

Esta relación, más allá de establecer la obediencia que debe el hombre a su creador de manera voluntaria y desiderativa a manera de oblación, es también el prototipo en que se deben regir todos los lazos y afectos hacia nosotros mismos y hacia los demás, esto es, por medio del amor. Amar es para Agustín la forma apasionada de conocer y de relacionarse con el yo subjetivo del otro, es tender y encontrar la inter-conectividad que guardo con los demás que son reflejo de lo que soy y en especial la relación que tengo con Dios. Abandonarse a la voluntad divina es inmolarse en la misericordia de él, pariendo casi que el alma individual se funde con la esencia de lo divino y llegando a un estado de éxtasis interno. El amor espiritual se corresponde con la iluminación del intelecto en dónde éste puede encontrar a Dios en la memoria, pero también como parte esencial en los demás. Todos poseen un vestigio de presencia divina[5]y mi relación con los demás no será para entrar en contacto con su propia materialidad, sino para relacionarme con aquella parte esencial que define al hombre lo que es y su sentido de existir. Dios se vuelve el objetivo principal de placer, capaz de liberar al hombre de sus pasiones y de todas las aversiones desatadas por una mala guía de ellas; el ser subsistente se revela, además de la interioridad humana, en el seno de la comprensión de todas las cosas visibles creadas, el mundo no refleja ya multiplicidad sino la perfección confluyente hacia lo Uno. Así, la colectividad cristiana además de encontrar su identidad, encuentra su lugar en el mundo; es una criatura de Dios dado que reconoce a su creador y lo encuentra en como parte esencial de su ser, pero a la vez se comprende como hijo de Dios al momento de convertirse y adquirir un compromiso con la voluntad divina.

Explicado de otra manera, el acercamiento con Dios, confluye en una unión amorosa e intelectual que repercute en mi relación con los demás hombres. No sólo se comulga con Dios, sino también con todos mis semejantes, con el prójimo que es igual a mi al batallar y buscar en su propio caos interior la luz de la verdad divina. La conversión hacia la interioridad es el fundamento por el cual los seres humanos pueden dejar de contender entre sí y vivir en paz, reconociendo que la carencia y lucha por la suficiencia ontológica, es común a todos. La caridad y la piedad crecen en un sentido diferente dentro dela tradición cristiana, en donde no se mira sólo hacia el lugar que le corresponde al hombre frente a Dios, sino también el lugar que cada uno guarda respecto al otro. La convivencia es el reconocimiento de las limitaciones propias y ajenas, que se complementan en el auxilio que uno le puede prestar al otro para superarlas y sacarlo del error propio de esa carencia y limitación. El Bien, y los actos buenos son concedidos por gracia divina, no porque el hombre pueda hacerlo por su simple pericia y voluntad, sino porque que se a abandonado al cuidado y guía de Dios en su interioridad[6].

La unión es posible gracias a que Dios redime a todos el deseo: al iluminarse su voluntad, el converso tiene la capacidad de ver las miserias y limitaciones de quienes lo rodean y acompañan en la misma búsqueda, cosa que antes le ocultaba su egoísmo, percatándose que es menester dejar toda ocupación mundana para predicar el mensaje de la redención divina, pues así el amor de Dios se multiplicara y encontrará con mayos facilidad y comprensión en todas sus creaturas. La ética cristiana trasciende a la moral, al momento de considerar como su deber el de luchar por la conversión de todos los hombres, para abandonar la ceguera interior y entregarse a la visión redentora y beatífica de Dios. La vivencia individual se abre a la experiencia comunitaria que desborda en drama en la conciencia de cada quien. Vivir no es otra cosa que adentrarse en uno mismo contemplar a Dios y coexistir en participación con los otros, como parte de una única visión integradora; en este sentido la Historia y el Tiempo adquieren sentido, aquella como promotora del develamiento de lo divino en la particularidad humana y aquel como la proyección de la interioridad respecto de lo externo.

El último paso, el que conduce a la sabiduría, es en el ámbito de Agustín, además de la capacidad de discernir de la realidad lo que es inmutable y reconocer en las creaturas creadas una parte de lo divino sin serlo ellas mismas, una participación en el misterio de Dios como columna que sostiene todo lo creado, es decir, ser sabio es guardar relación con uno mismo, la felicidad interior, la comunión con los demás y con correspondencia con el todo del orden, y todo esto abrazado por la relación y goce de la certeza entregada a Dios.





[1] San Agustín, Confesiones, I, XX, 31
[2] Op. Cit. IV, IV, 9
[3] Dios es el fundamento ontológico dentro de toda la doctrina agustiniana, pero no importa mucho sobre qué tema estemos tratando en Agustín, puesto que todos ellos convergen en la inminente relevancia que tiene Dios en todos ellos.
[4] Op. Cit. I, II, 2
[5] En este sentido, Agustín hace eco de la teoría de lo Uno de Plotino y de sus gradaciones por emanación, en la forma de concebir que es por la corporeidad del hombre que éste tiende a errar continuamente, esta falto de ser, es imperfecto y aunque su intelecto es su único vestigio y vínculo con una emanación superior y desee volver a lo Uno, no será por su propia voluntad que pueda hacerlo, sino por medio de la inteligencia que engendra al mundo. Para Plotino, esta es una cuestión necesaria, en donde todo lo engendrado siente la necesidad de volver a lo Uno, para Agustín esto mismo se convierte de una elección libre que se revela de manera familiar al aceptar primero una purgación del alma por medio de la introspección, y luego una conversión de la voluntad propia para así trascender a Dios (lo Uno de Plotino) por convicción plenamente consiente. La libertad humana se decide en la aceptación o no de la verdad trascendental de Dios.
[6] Quizá y aquí se puedan recordar las palabras de Marco Aurelio en sus Meditaciones, al afirmar la interdependencia e intersubjetividad de todos los seres humanos y recalcar la fragilidad de estos. Reconociendo que es sólo por reflexión de la guía interna como se logra hacer el bien y actuar con forme al deber: “Esto es todo lo que soy: un poco de carne, un breve hálito vital y el guía interior” (Marco Aurelio, Meditaciones, II, 2)
Por David Z. Castillo

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