Es tan común ver el ámbito sexual tan sometido ante el orden social que cuando vemos posturas como la de los cátaros y mesalianos, asociados a la tradición maniquea, no podemos evitar sorprendernos e indagar el ellas.
Esta cosmovisión parte de la separación del principio del mundo en dos principio; uno bueno, que representa a Dios, y otro principio divino, de la misma capacidad y fuerza que Dios, que reprenda al mal, y que es asociado a Satanás o al Demiurgo. El mundo es la representación de una batalla perdida por parte de Dios, por lo que Satanás ha logrado atrapar parte de la constitución divina dentro de la materia. Esta es también representación de la naturaleza del hombre, donde el principio divino aparece como atrapado en la corporeidad; así, el objetivo último del hombre es dividir éstos dos principios con el objeto de libertar el bien. Para ello, no será necesario, como en otras posturas buscar la purificación del cuerpo; será deber del hombre despreciar lo material de tal modo que su destrucción restituya a Dios lo que le corresponde y permita un nuevo enfrentamiento de las dos fuerzas.
Hasta aquí, la idea no parece tan descabellada, pero cuando nos preguntamos por cuestiones como el matrimonio y la homosexualidad, el comportamiento de ésta tradición representa una fuerte disputa con las normas morales del cristianismo, por lo que los grupos maniqueos eran vistos con cierto pudor debido a la supuesta perfidia que rebasaba en el siguiente razonamiento:
Dado que el hombre era una instancia del gobierno del mal sobre el bien, la reproducción, así como la perpetración de la especie representaban el encierro eterno de Dios ante Satanás, por lo que los maniqueos desaprobaban el matrimonio, ya que seguía los ideales del principio maligno. Así el modo adecuado de responder, en tanto encuentros sexuales, a la moralidad regida por el bien, era la búsqueda de espacios donde el encuentro sexual reprodujera sn riesgos de embarazos, pues según éstos “esto sólo representa un pecado aislado, mientras que el matrimonio es un estado de pecado constante”. Sólo existía pues una manera de ejercer el acto sexual sin pecar, que respondía a la necesidad de la no reproducción, por lo que la homosexualidad se convirtió en el único medio para expiar a Dios de la carne.
Estas costumbres pretendían un fin último, a saber: “la desaparición del hombre para que los fragmentos aprisionados de Dios retornaran a su lugar”, constituyendo ésta como una religión sin esperanza ante una vida próxima, pero que a su vez logró una gran difusión respecto a sus códigos morales.
Es pertinente preguntarse ahora, sobre la fuerza que puede tener una doctrina que pida al hombre su extinción como acto moral sin prometer nada después, y que sin embargo, las acciones de los maniqueos respondan, no a un instinto inmoral, como fueron clasificados por las autoridades eclesiásticas de su tiempo, sino respondiendo al código moral impuesto por el principio del Bien supremo.
Esta postura, que parece tan desconcertante, y que sin embarga tiene una justificación bastante clara, puede rasgar los esquemas por los que se ha juzgado a la religión, y puede aportarnos nuevas formas de plantear el problema del comportamiento ante la trascendencia divina, así como del motivo por el que el hombre responde a una religión.
Esta cosmovisión parte de la separación del principio del mundo en dos principio; uno bueno, que representa a Dios, y otro principio divino, de la misma capacidad y fuerza que Dios, que reprenda al mal, y que es asociado a Satanás o al Demiurgo. El mundo es la representación de una batalla perdida por parte de Dios, por lo que Satanás ha logrado atrapar parte de la constitución divina dentro de la materia. Esta es también representación de la naturaleza del hombre, donde el principio divino aparece como atrapado en la corporeidad; así, el objetivo último del hombre es dividir éstos dos principios con el objeto de libertar el bien. Para ello, no será necesario, como en otras posturas buscar la purificación del cuerpo; será deber del hombre despreciar lo material de tal modo que su destrucción restituya a Dios lo que le corresponde y permita un nuevo enfrentamiento de las dos fuerzas.
Hasta aquí, la idea no parece tan descabellada, pero cuando nos preguntamos por cuestiones como el matrimonio y la homosexualidad, el comportamiento de ésta tradición representa una fuerte disputa con las normas morales del cristianismo, por lo que los grupos maniqueos eran vistos con cierto pudor debido a la supuesta perfidia que rebasaba en el siguiente razonamiento:
Dado que el hombre era una instancia del gobierno del mal sobre el bien, la reproducción, así como la perpetración de la especie representaban el encierro eterno de Dios ante Satanás, por lo que los maniqueos desaprobaban el matrimonio, ya que seguía los ideales del principio maligno. Así el modo adecuado de responder, en tanto encuentros sexuales, a la moralidad regida por el bien, era la búsqueda de espacios donde el encuentro sexual reprodujera sn riesgos de embarazos, pues según éstos “esto sólo representa un pecado aislado, mientras que el matrimonio es un estado de pecado constante”. Sólo existía pues una manera de ejercer el acto sexual sin pecar, que respondía a la necesidad de la no reproducción, por lo que la homosexualidad se convirtió en el único medio para expiar a Dios de la carne.
Estas costumbres pretendían un fin último, a saber: “la desaparición del hombre para que los fragmentos aprisionados de Dios retornaran a su lugar”, constituyendo ésta como una religión sin esperanza ante una vida próxima, pero que a su vez logró una gran difusión respecto a sus códigos morales.
Es pertinente preguntarse ahora, sobre la fuerza que puede tener una doctrina que pida al hombre su extinción como acto moral sin prometer nada después, y que sin embargo, las acciones de los maniqueos respondan, no a un instinto inmoral, como fueron clasificados por las autoridades eclesiásticas de su tiempo, sino respondiendo al código moral impuesto por el principio del Bien supremo.
Esta postura, que parece tan desconcertante, y que sin embarga tiene una justificación bastante clara, puede rasgar los esquemas por los que se ha juzgado a la religión, y puede aportarnos nuevas formas de plantear el problema del comportamiento ante la trascendencia divina, así como del motivo por el que el hombre responde a una religión.
Anabel Andrade C.
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